lunes, 11 de julio de 2016

Luz

El agua está fresca y hay mucha luz. Luz de verano, pálida y brillante; luz que calienta la piel y dibuja sombras bajo las hamacas; luz que chapotea en la piscina, que va y viene, que refleja el cielo impecable.

Una silueta cierra los ojos y saborea la atmósfera cargada de calor. Escucha la conversación risueña de los pájaros y el ulular de algún ave nocturna que se ha olvidado de ir a dormir. Levanta una mano para apartar la mosca que zumba en su oreja. Un gesto lento, desganado. El sol de mediodía ralentiza los movimientos y frena el ritmo de las ideas, se relaja la respiración, no hay prisa.

Un pie roza el agua. Baja un escalón, luego otro. La piel nota el contraste de temperatura, se encoge el estómago al contacto con el líquido frío. Los pulmones cuentan hasta tres. Se cierran los ojos, se tapa la nariz y se sumerge la cabeza. El silencio cambia, ahora es una presión en los oídos. Los pensamientos se expanden: bucean a sus anchas sin aire, sin ruido que los acompañe. Los párpados se aflojan y la mirada descubre un paisaje borroso. Un azul transparente que se funde con la luz. Luz de verano, pálida y brillante. Luz que atraviesa el agua, que frena el tiempo, que cambia poco a poco hasta volverse gris. Gris de verano, pálido y lluvioso.


BB


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Yo

Sólo hablaba de sí misma. Yo, me, soy.

Sabía hablar en público. Se notaba en su fluidez de palabra que tenía experiencia en desarrollar ideas, en sonreír al interlocutor y en convencer aunque la frase estuviera hecha únicamente de humo. Y también se entreveía que tenía prisa por impresionar. Se esforzaba por contar su recorrido y sus logros. Su porqué. Yo, yo, yo.

Su salvavidas era una libreta. La apoyaba en las rodillas y escribía con nerviosismo, saltando entre páginas sin orden aparente. Se agarraba a aquel cuaderno para no naufragar en el diálogo y continuaba hablando de lo que la apasionaba. Yo, mi, me.

Ni siquiera se preocupaba de si su público seguía prestándole atención. De si aquellas tres personas sentadas frente a ella en el sofá la escuchaban o se fijaban en la manera en que se apartaba el pelo de la cara. Quizás dejaban correr los segundos estudiando la raya azul que le delineaba los ojos.

Y ella hablaba sin trastabillar, ajena a su propio monólogo. Con su palabrería quedaba lejos de todo. Hasta de su propia soledad, que la había traído a aquella habitación en el centro de una ciudad que desconocía.


Cuando yo, yo, yo.

BB

martes, 22 de septiembre de 2015

A la deriva


Aquella sonrisa daba miedo. 

Quizás porque se trataba de un gesto frío que se estampaba a bocajarro sobre las mejillas, o tal vez porque iba acompañada de unos ojos azules que observaban con fijeza. No había modulación de la voz, ni gestos con las manos, sólo aquella mueca congelada que no alcanzaba a su interlocutor. Surgía de improviso —sin un preámbulo en las comisuras de los labios—para actuar de punto y seguido entre las frases. Cinco segundos de pausa y volvía a desaparecer. 

Algunas veces llegaba escoltada por una carcajada corta, una interjección indolente que no marcaba seguridad, sino distancia. Trazaba una línea invisible de indiferencia. Ni siquiera era una sonrisa de doble filo. No se trataba de un gesto estudiado y calibrado al milímetro, no era una máscara. No quería convencer, ni agradar, ni fascinar. Sólo era eso, un gesto. Solo. Una sonrisa en medio de la nada. Una sonrisa que luchaba por mantenerse a flote. A la deriva.



BB.

domingo, 30 de agosto de 2015

Lluvia


Llueve. El cielo está gris y en las calles mojadas brilla el resplandor anaranjado de las farolas. Ella camina despacio. No lleva paraguas. El agua se desliza por su flequillo hasta molestarle en los ojos. Se detiene un instante, saca un cigarrillo del bolso e intenta encenderlo. Es inútil, está demasiado empapado y sus dedos resbalan sobre la rosca del mechero. Aun así, insiste varias veces antes de seguir andando. No tiene prisa. Le divierte escuchar el eco de sus pasos, que no se acompasa con el de la lluvia sobre el capó de los coches y que escolta a su propia indiferencia. Sabe dónde va, pero no le importa llegar tarde. 

Comprendió que tenía que salir de casa cuando no recibió aquella llamada. Del mismo modo que entendió que se había quedado sola. Con calma, colocó la maleta sobre la cama, la abrió y sacó sus cosas una a una, en orden inverso a como las había introducido. Luego se quitó el vestido, se colocó los pantalones de chica dura y se miró en el espejo. En los ojos oscuros no había lágrimas. Tal vez una tristeza distante, que con el tiempo conseguiría esconder. Se repasó el color de los labios y sonrió. Una mueca quebrada, sin ganas. Un reflejo perfecto de ella misma. Cogió el fajo de billetes que estaba sobre la mesa y salió sin mirar atrás. 

Entonces había empezado a llover. 

Y ella sigue caminando despacio, sin prisa. De retomar su vida ya tendrá tiempo después.



BB.







lunes, 22 de junio de 2015

Inexperiencia

El hombre consultó su reloj y se sentó en la silla. Removió el café con calma, con la seguridad de quien tiene experiencia en dominar la mesa de reuniones. Se llevó la taza a los labios, pero no bebió. Era el gesto lo que importaba, no su función.

—Voy a comprar ese apartamento en Londres. Y la casa en Bath.

Dos frases asestadas con limpieza. No necesitaban introducción, ni florituras que adornaran la expresión aséptica del rostro. El otro hombre arqueó las cejas. Cruzó una pierna sobre la otra y se apoyó en el respaldo de la silla.

—¿Ha sido un buen negocio?

Tres segundos y medio de silencio. La demora en la respuesta era ensayada; el efecto, impecable. Encogió ligeramente los hombros, se podía permitir un capricho de modestia fingida. La destreza en el manejo de la elipsis iba a juego con la superficie brillante de la mesa en la que se reflejaba la lámpara dorada. Por la ventana se colaba el ruido alejado del tráfico y la luz de las últimas horas del día. La respuesta llegó con un movimiento de cabeza. Un gesto conciso, tan exacto como sus palabras.

Y luego sonrió. Sin excesos, ni boato; pero con satisfacción. Era una mueca afilada, curtida en negociaciones y firmas de contratos. El otro hombre se irguió en la silla, se ajustó la chaqueta del traje y le copió la actitud. La sonrisa cómplice despuntó en carcajada corta, informal.

En esa risa espontánea había juventud, impaciencia, proyectos, futuro.

Y también inexperiencia.


BB.



martes, 5 de mayo de 2015

Café frío


El café estaba frío cuando se lo llevó a los labios. Compuso una mueca de aversión. Odiaba el café frío.

Miró el reloj. Las dos de la tarde. El tiempo avanzaba despacio, con parsimonia. Con una calma descarada que se reía de ella.

Se obligó a dar otro trago al líquido repugnante. Arrugó la nariz. El sabor amargo del café se tornaba agrio en su descenso por la garganta. La forzaba a pensar en la llamada que había recibido y que había estropeado su ritual cotidiano, sus cinco minutos antes de volver al trabajo. Sus cinco minutos de irrealidad, de paréntesis, de café fuerte manchado de leche calentada a la temperatura justa. El teléfono había sonado, arruinándolo todo. Y ella continuaba sentada en aquella sala pequeña, acompañada por dos grandes ventanales, un sillón vacío y la taza de café frío a medio beber.

Esperaba. No sabía a qué. Aguardaba con una serenidad que de tan ensayada parecía natural. Desgranaba los segundos uno a uno e intercalaba los pensamientos vacuos con sorbos de café. Frío.

El teléfono volvió a sonar. Lo miró de soslayo. Quizá lo estaba esperando a él. Observó el temblor de la mesa que acompañaba a la vibración. No descolgó. Miró de nuevo el reloj para comprobar que las manecillas avanzaban a su ritmo cansado, ajenas a la impaciencia de los demás. Se levantó, se alisó la falda, se repasó el pelo en el reflejo del cristal. El repiqueteo del aparato seguía insistiendo. Alargó una mano, alcanzó la taza que había dejado a un lado y apuró el contenido.

 Sonrió. El café estaba frío.


BB.

sábado, 11 de abril de 2015

Desde cero

Me preguntaba cómo había llegado hasta allí. Qué aventura caprichosa se había cruzado en su camino y la había hecho subir a un avión para llevarla a la otra punta del mundo. En qué momento había decidido que lo dejaba todo atrás, que empezaba desde cero.

La observé a hurtadillas mientras apuraba el café frío. Se movía por la sala con soltura, con una seguridad nerviosa que se deshacía en sonrisas y comentarios amables. Ese día se había puesto un vestido gris que le llegaba hasta los pies y botas abiertas en los talones. También me pregunté si aquellas prendas eran estudiadas, si el cambio de vida implicaba a su vez una renovación de armario.

Hablaba deprisa, con un acento marcado, distinguible. De muy lejos. Y cuando cogía un poco de carrerilla condimentaba las frases con palabras en italiano. Unas veces las traducía y otras no; pasaba tan rápido por encima de ellas que el interlocutor no tenía tiempo de confirmar que se había perdido en el discurso.

Me preguntaba cómo había llegado hasta allí. Si había sido cosa del azar o se había colocado delante de un mapa a elegir destino. Si había dicho, ésta voy a ser yo a partir de ahora.

Y me intrigaban las historias que dejaba a medio contar. Eran su rastro de migas. Por si se perdía en el ir y venir y no lograba volver hasta sí misma. Hilvanaba los recuerdos con agilidad, sin llegar nunca al final. Cuando vivía en. La vez que viajé a. El día que me mudé con. Y el cuento quedaba abierto. Y que el lector pusiera de su parte para desentrañar el argumento.

Me preguntaba cómo había llegado hasta allí. Si se reconocía por las mañanas cuando se miraba en el espejo. Si se echaba de menos.


Me preguntaba si algún día se le ocurriría escribir su historia. Pero para eso tendría que atreverse a colocar un punto y final. 

Y entonces sí que tendría que empezar desde cero.


BB.